Los genios en ocasiones se incuban. Hibernan durante largas temporadas hasta que su propia raza e idiosincrasia acaban imponiéndose a la realidad. El autor de La senda del perdedor (Compactos Anagrama, 1996) conoció en grandes dosis la agria soledad de una vida que incluía trabajar entre uno de los mayores crímenes y deshonras para un ser humano.

En esa trayectoria que inició Bukowski, un genio salvaje y tremendamente autobiográfico, tuvo el detalle de legar en libros los surcos que una portentosa autoridad literaria dejó impresos en su narrativa y poesía. La senda del perdedor es, como nos gusta decir en La Milana, una novela de iniciación que muestra a Charles Bukowski ácido y sin compasión que alternaba alcohol y mujeres en otros libros, en otros manuales mordaces y disparatados.
El libro muestra a un personaje que a través de su preciso espejo y alter ego, Hank Chinaski, navega por las complicadas aguas de una América que languidecía entre la Gran Depresión y los inicios de la primera Gran Guerra. En esas desastrosas circunstancias, y alejado de cualquier chovinismo americano, se dibuja la figura del joven Chinaski/Bukowski, reptando por una sociedad que más allá de comprenderle, le zarandea sin remisión.
El principal zarandeo del genio en ebullición procede de una familia en la que el padre pega a su mujer y ella, en un gesto nada extraño de épocas pasadas, apoya a su agresor en detrimento del pequeño universo de Hank que vaga como Holden Caulfield pero siendo nuestro protagonista la cara B de un relato ensoñador o con moraleja y final feliz. No busque sonrisas ni carantoñas aquí, en este preciso punto nace el universo maldito de un autor morboso, brillante y truculento, pero siempre honrado con su lector: Charles Bukowski.
Sergio Pascual