Como ya explicamos hace unos meses en relación con la aclamada novela de Jesús Carrasco, a veces, en la simpleza reside la complejidad. Iván Repila (Bilbao, 1978) ha conseguido con su segunda obra, El niño que robó el caballo de Atila, asomarse a la ventana de la pureza narrativa con solo tres elementos: un hermano mayor, un hermano pequeño y un pozo. Un logro que es colosal, más aún si tenemos en cuenta que estamos en la época despótica y un tanto sobreactuada de Juego de tronos y similares.
La trama arranca instantes después de la caída. Dos hermanos, de los que no sabemos siquiera sus nombres, se encuentran atrapados en un pozo seco de unos siete metros de altura. Los jóvenes (yo como lector me hice a la idea de que el mayor rondaría los catorce, mientras que el pequeño los diez) exploran al principio diferentes maneras de escapar, pero todas son un fracaso. Así pues, el cautiverio se hace inevitable por lo que se ven obligados a sobrevivir con los recursos que les ofrece ese pedazo de tierra estéril: Los insectos y las raíces se convierten en su dieta, y el agua terrosa que se filtra por las paredes en su bebida. De esta manera, su mundo se reduce a la mínima expresión haciendo que su propia existencia sea infinitamente más compleja.
Al comienzo del libro hay dos citas que, desde mi punto de vista, deben ser tomadas como llaves interpretativas de un texto a veces complejo. La primera de ellas lleva la firma de la madre del neoliberalismo, Margaret Thatcher, y dice así:
En un sistema de libre comercio y de libre mercado, los países pobres –y la gente pobre— no son pobres porque otros sean ricos. Si los otros fueses menos ricos, los pobres serían, con toda probabilidad, todavía más pobres.
La segunda cita, que corresponde a Bertolt Brecht, colisiona con la primera conformando una especie de oxímoron intertextual:
Llegue a las ciudades en tiempos del desorden,
cuando el hambre reinaba.
Me mezclé entre los hombres en tiempos de rebeldía
y me rebelé con ellos.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido en la tierra.

De esta manera, Iván Repila coloca las cartas sobre la mesa y como el mejor de los prestidigitadores juega con el espectador con solo dos naipes. Además de la lectura alegórica marcada por un fuerte compromiso social (ya al principio nos ubica muy bien dónde sucede la historia: “El bosque limita al norte con una cordillera y está rodeado de lagos tan grandes que parecen océanos”), la obra tiene aspectos trascendentales que hacen que sea mucho más que una «narración protesta».
El niño que robo el caballo de Atila reflexiona de manera muy bella sobre dos conceptos: el compromiso y el sacrificio. Dos ideas tan abstractas como inasibles, pero que Repila consigue enjaular en un pozo mediante una fábula sobre la supervivencia, es decir, sobre la vida.
Porque quiero que entiendas que no tengo miedo a morir, no vivo en función de que todo termine. Hay veces en que la vida te propone condiciones tales que el único recurso es un movimiento radical, un sacrificio extraordinario, y yo puedo asumirlo. Lo que no podría soportar, sin embargo, sería verte crecer en una tierra yerma, como este pozo. Un lugar donde morir sin paz por la simple inercia de las civilizaciones, un cementerio en el que marchitarte, como una flor que nunca hará germinar los campos. Es la idea de que te mueras tú lo que hace tan pequeño el mundo (pág. 88).
Ahora ustedes deciden si quieren dar una oportunidad a esta obra. No es fácil de digerir, eso se lo aseguro, y si la ingieren demasiado rápido seguramente produzca en ustedes una diarrea mental de difícil solución. Yo les aconsejo que salgan, que la lean en un parque ahora que comienza el buen tiempo, y que la paladeen lentamente. Como bien explica el Mayor al Pequeño en la novela: “no se podían comer el pájaro, pues sus estómagos reducidos no podrían soportar la digestión de la carne cruda de un animal, sus jugos biliares y sus vísceras”.