Sobre los ingredientes de la novela perfecta se ha escrito mucho y, sin embargo, aún queda mucho por escribir. También novelas perfectas, si es que esa exageración puede existir. El talento es un debate reñido, como lo es el temido canon, y la conclusión es siempre la misma: los gustos de cada cual a la hora de valorar esta u otra novela son los que dictan los pensamientos. Podemos dictaminar si técnicamente una novela está mejor o peor escrita, pero resulta más difícil juzgar categóricamente una obra como buena o mala si no atendemos las circunstancias que llevan al lector a disfrutarla.
En definitiva: la literatura es un diálogo entre escritor y lector, y lo mismo que los primeros no escriben para las nubes, los segundos no son un ente homogéneo que absorbe todo sin preguntarse nada. No en vano, Vladimir Nabokov titula el primer capítulo de su Curso de literatura europea (RBA, 2012) ‘Buenos lectores y buenos escritores’, y advierte; “El artista maestro asciende por una ladera sin caminos trazados; y una vez arriba, en la cumbre batida por el viento, ¿con quién diréis que se encuentra? Con el lector jadeante y feliz. Y allí, con un gesto espontáneo, se abrazan y, si el libro es eterno, se unen eternamente”.

Sobre escribir bien o mal, dice César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 23 de febrero de 1949) que “lo difícil es escribir, no escribir bien” (como cita Jorge Carrión en este artículo para el New York Times). Quizás lo más sorprendente de todo es que en ese arte de escribir, si es que quien lo practica lo quiere elevar a esa categoría, se puede hacer literatura con casi todo, desde la batalla más épica de los anales de la Historia hasta la anécdota más insignificante. Entonces, ¿puede una breve novelita batirse en duelo con las obras de mayor grosor, complejísimas, llenas de voces narrativas, giros, tramas y subtramas y demás artificios, y salir airosa? Por supuesto, pero para descubrirlo hay que leer, claro.
Ejemplos hay cientos y cientos de miles, y seguro que mientras lees estas líneas te están viniendo varios a la cabeza (los cuales te animo a recomendar en los comentarios). Y aquí os traigo el mío: Un filósofo,de César Aira (Ed. Iván Rosado, 2018). Quien haya leído muchas novelas del argentino quizás puede decir que no es de sus mejores obras. O sí. No tengo ni la más remota idea, pero sí sé que es una de las mejores sorpresas de mis lecturas veraniegas.
Una novela corta, de apenas 100 páginas, sobre una serie de absurdos acontecimientos que le ocurren a un malogrado filósofo que, contra todo pronóstico, no soporta filosofar. Es más, es meterse en la compleja tarea de analizar conceptos abstractos complicadísimos para aportar algo de lucidez o generar nuevos conceptos más abstractos aún (labor que se presupone a un filósofo), y sentir una fatiga y un agobio extremos. No sabe por qué le ocurre, ni puede, por supuesto, contar su secreto mejor guardado: que se siente realmente a gusto dilucidando sobre las materias más sencillas e incluso estúpidas. Eso supondría el fin de su carrera.
Masoquista a pesar suyo, seguía con la vista fija en los cantos imponentes de los libros; el más breve debía de tener quinientas páginas. Qué añoranza de los libros de poesía, delgadísimos, finos, elegantes, con poco texto disperso suntuosamente sobre el blanco inmaculado. Y además, los poemas no exigían tener el cuenta el anterior para entender el siguiente. […] Leerla sería como estar de vacaciones, mientras que leer esos obesos volúmenes que tenía sobre su escritorio era como estar en el fondo de una mina de azufre, sudando y tosiendo, y si por un instante dejaba de dar con el pico en la dura veta, el látigo del capataz se descargaba con un chasquido en su espalda.
Extracto de Un fílósofo, de César Aira
Cuando uno comienza a leer Un filósofo, tiene la sensación de que no importa tanto lo que está ocurriendo, sino cómo está contado. Y en cierto modo es así. La prosa de Aira es tan ágil y lúcida como traicionera, capaz de retorcerse hasta que no eres consciente de la cantidad de información que ha exprimido para explicar una simple idea en todo un párrafo. Por ejemplo, que al protagonista (narrador y filósofo) le aburren los libros de filosofía. A veces con fines estéticos, y en otras no tanto: Cuando hay ajuste en las cuentas fiscales, lo primero que sufre es la Cultura. Y todo ello sirviendo a la narración, al conjunto de la novela.

No obstante, lo consigue sin hacerse pesado, y para colmo también quiere que te preocupes por la historia que está narrando, y así envuelve al protagonista en un entuerto tan absurdo como divertido hasta llevarnos a un desenlace que deja ese clásico regusto de “no estoy seguro de qué he leído, pero lo he disfrutado de principio a fin”. Y todo ello, recordemos, en menos de 100 páginas.
Ya lo escribió Nabokov: “el arte de escribir es una actividad fútil si no supone ante todo el arte de ver el mundo como el sustrato potencial de la ficción”. Como un filósofo, ¿o no?.
Me encanta y empático con todo esto que cuenta y cómo lo cuenta. Gracias, Milana preciosa, me entraron ganas de hacerme con ese extraño filósofo en 100 páginas.
empatizo