Siempre que se habla del fenómeno de Harry Potter considero que es conveniente diferenciar entre “lectores” y “fans”. Y no digo esto para minusvalorar a nadie, ni siquiera para criticar la mercantilización del arte. Nada de esto. En las siguientes líneas me gustaría, aunque sé que con este libro será difícil, no caer en el esnobismo literario absurdo y elitista al que parece que estoy abocado siempre que hablo de un fenómeno literario de masas. Soy consciente de que durante toda esta reseña sobre Harry Potter y el legado maldito me moveré por la cuerda floja, por esta razón, me parece necesario matizar ciertas cosas antes de entrar de lleno el asunto que hoy nos concierne.
La primera puntualización ya la he mencionado: no es lo mismo un “lector” de Harry Potter que un “fan” de Harry Potter. Estos últimos (los fans) son un grupo amplísimo de personas que adoran el fenómeno sociocultural y mediático que les brinda la capitalización del universo Hogwarts. Pese a lo que podríamos pensar, este grupo no es más superficial que el de los “lectores”. Más bien, es todo lo contrario. Ellos disfrutan de tal manera de la narración que se involucran en ella hasta conseguir que esta esté presente en sus vidas (por ejemplo, se pueden hacer tatuajes sobre la saga o esperar 10 horas en una cola para ver/comprar la última novedad). Para ellos Harry Potter es algo más, es parte de su identidad.
Por otro lado, tenemos a los «lectores». Un grupo también amplísimo de personas que disfrutaron enormemente de la experiencia lectora que les brindó la saga del joven mago, pero que prefieren abstraerse del revuelo (consumista) que existe ajeno a las verdaderas joyas de la corona: las siete novelas que construyeron una de las mejores sagas juveniles literarias de los últimos años. Arman menos revuelo, pero también están ahí debatiendo contra todos aquellos que quieren ridiculizar las novelas a partir del fenómeno de masas y capitalista creado por J. K. Rowling y mercantilizado por la Warner.
Pues bien, dicho esto creo que es honesto decirles que yo me considero más “lector” que “fan”. Harry, Ron, Hermione y compañía me brindaron algunos de los mejores momentos de mi infancia. Los tres primeros volúmenes de la saga, que aún atesoro con cariño, fueron editados en español por Emecé entre los años 1999 y 2000 (cuando Harry Potter aún era una recomendación que se propagaba con el boca a boca). A partir del cuarto tomo, los derechos los adquirió Salamandra y el estreno en el cine de la primera adaptación de La piedra filosofal hizo que el joven mago se convirtiera en el acontecimiento editorial de la década.

Puede ser que si yo hubiera llegado a los libros a partir de las películas, ahora sería un “fan” (no lo creo, seguramente iría criticando por ahí la literatura capitalista hecha solo por y para el dinero). Sin embargo, por suerte o por desgracia, yo me enamoré mucho antes de las novelas gracias a mi madre, quien me regaló el libro en el verano de 1999 por recomendación de una simpática librera. Por ello, aunque pueda parecer contradictorio, soy más objetivo a la hora de valorar literariamente los libros ya que no los veo simplemente como un fenómeno consumista editorial del mundo globalizado, sino como una estupenda aportación a la tradición de los “cuentos de hadas”, es decir, a lo que Todorov definió como lo maravilloso (aunque bien podríamos debatir sobre si en realidad el relato no estaría más próximo a lo fantástico-maravilloso). ¿Fue Harry Potter original? No, en realidad se trata de una narración clásica, pero que es capaz de rescatar todo un universo simbólico y alegórico olvidado durante décadas y que conectó perfectamente con la primera generación de nativos digitales.
He realizado esta introducción tan larga para que quede completamente claro que no estoy haciendo una crítica “contextual”, es decir, como respuesta a la mercantilización de la literatura (algo que he hecho y haré con otras sagas como Crepúsculo o 50 sombras de Gray). El caso de Harry Potter considero, sinceramente, que es distinto y por ello me duele tanto tener que decir esto: Harry Potter y el legado maldito es una puñalada por la espalda a todos los lectores y un premio de consolación a los fans que lo único que pretende es reactivar las ventas entre un público en el que las películas ya parecían quedarse lejos.
Pasemos por alto el hecho de que sea el libreto de una obra de teatro (porque si no me puedo eternizar) y centrémonos en algunos aspectos específicamente literarios: 1) a diferencia de la saga de libros que con cada nueva entrega actualizaban el conflicto permitiendo una construcción coherente y brillante tanto de los personajes principales como de los secundarios en una de las etapas vitales más difíciles de abordar por la literatura (la adolescencia), en este apéndice literario nos encontramos con unos personajes completamente planos que ni siquiera son capaces de recuperar la complejidad narrativa tejida por J.K. Rowling durante la saga; 2) frente a los libros originarios que ofrecían una alegoría nada moralizante sobre los totalitarismos y el racismo, Harry Potter y el legado maldito no hace más que abordar de forma superficial y burda el problema de los prejuicios y de las relaciones entre padres e hijos; y 3) mientras que las novelas ofrecían al lector un universo oscuro y nada complaciente con el público joven, la obra de teatro, pese a los múltiples intentos de los autores, no consigue generar ni una ínfima parte del pavor que nos producía El que no debe ser nombrado, los mortífagos o los dementores (está todo edulcorado o caricaturizado).

Así pues, si eres uno de esos “lectores” de los que hablaba antes y decides leer Harry Potter y el legado maldito tratando de recuperar esa ilusión infantil que todos tuvimos, adelante, no te prives de semejante pecado literario. Ahora bien, que no te extrañe tener manchada toda la camiseta de sangre cuando te levantes del sofá… Nos han dado una puñalada.
Estoy contigo. Esto es otra cosa. No es Harry Potter.