Hay un sketch de los Monty Python que me fascina desde que soy pequeño. Es archiconocido, por lo que no me extrañaría que todos los que lean esta entrada lo hayan visto alguna vez. Se trata de un partido de fútbol entre Alemania y Grecia, pero con alineaciones de filósofos.
Los alemanes juegan con un 4-4-2 con Leibniz en la portería; Kant, Hegel, Schopenhauer y Schelling en la defensa; Beckenbauer (este es raro que este aquí), Jaspers, Schlegel y Wittgenstein en el medio campo; y por último, en la delantera, Nietzsche y Heidegger. ¡Equipazo! Frente a ellos los griegos, que salen al campo con un equipo lleno de estrellas entre los que destacan Platón, portero idealizado desde mi punto de vista, Aristóteles en defensa y Sócrates como punta de lanza.
Es curioso, pero cada vez que veo este vídeo me hace la misma gracia que cuando lo visualicé por primera vez. No obstante, conforme han pasado los años y he ido comprendiendo la base intelectual del chiste, debo reconocer que también me produce cierta angustia. Es fantástico el absurdo de la situación. Es hilarante que haya miles de personas en el público coreando los nombres de estos filósofos, que haya una competición de selecciones nacionales de filosofía, o que directamente pueda existir una competición filosófica.
El problema, como decía, es que me he percatado de la esencia del absurdo que en mi niñez solo intuía. Este sketch tiene gracia porque el orden está invertido. Porque el absurdo no es lo que muestra el vídeo, sino el mundo que parodia en el que los clubes de futbol tienen mayor presupuesto que los organismos dedicados a la investigación en este país. Y, claro, cuando te das cuenta de esto se te corta la carcajada como la mayonesa.
En azul el presupuesto anual de los 10 mayores equipos de fútbol en España, Francia y Alemania. En rojo el de algunos de los Organismos de Investigación más importantes. No puse Reino Unido, pero el UK Research&Innovation multiplica por 10 (o más) a ManUTD, ManCity o Chelsea pic.twitter.com/8bysRnipbO
— Francisco Rodriguez (@Lilestak) 10 de octubre de 2018
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Pues bien, me ha pasado lo mismo mientras leía Mala pinta de Spike Milligan. Este libro (publicado en 1963 y que llega ahora al mundo hispanohablante de la mano de Blackie Books y de la fantástica traducción de Julia Osuna) es un relato angustioso/humorístico de los nacionalismos europeos. Mientras lo lees no sabes si reír o llorar.
La trama empieza al igual que muchos otros desastres: un grupo de gente importante reunido para tomar una gran decisión, pero con ganas de irse a casa a cenar algo. La Comisión de Fronteras en 1924 tiene que perfilar la línea que separa Irlanda del Norte y la República de Irlanda. Una decisión nada fácil para la que, en el último momento, idean una solución “salomónica”: agarrar todos un lapicero y dibujar el trazo que falta para completar la frontera. En ese tira y afloja que se produjo, el pueblo de Puckoon (que dio título a la versión original) queda en medio, lo que implica, como diría el cómico Ignatius Farray “divertidas consecuencias”.
El estilo ágil y un poco caótico (como un control aduanero) de la pluma de Spike Milligan recoge fragmentariamente los diferentes puntos de vista de la decena de personajes que aparecen en la novela. Esto hace que el lector se enfrente a un libro con una estructura similar a la de un programa televisivo de humor basado en gags. Quepa decir que Milligan lo hace con asombrosa destreza. El salto alocado de un personaje a otro no enturbia la lectura, más bien, la enriquece con multitud de historias paralelas que otorgan poso a la novela, eludiendo así el mayor peligro al que se debe enfrentar un libro de este tipo: la risa fácil y superficial.
Esto no quiere decir que no te rías (y mira que es difícil reírse cuando lees). La carcajada y la sonrisa cómplice se concatenan con el paso de las páginas. El problema deviene después, cuando cierras el libro y te cuestionas por qué te has reído. Entonces enciendes la tele, la radio o abres un periódico y es posible que te asole la angustia. O no. Quizás te empieces a reír como un loco (algo que te desaconsejo si no quieres que te terminen encerrando).
¡La revolución ha comenzado!