El sueño de una sombra, de David Pujante (Calambur, 2019) deja en el lector una sensación similar a la que se tiene después de un largo paseo al atardecer acompañando a un hombre sabio. A esas horas, el sol aún ilumina la conversación, la vida envuelve los pasos y, sin embargo, en cada esquina se esconde la fugacidad del tiempo en forma de noche. Durante estos últimos instantes de luz, las sombras se vuelven alargadas, casi surrealistas, tratando de alcanzar el horizonte, que, poco a poco, pierde consistencia en favor de la noche.
Quien nos acompaña en este caminar entre versos es David Pujante, un erudito de la Teoría de la Literatura y de la Literatura Comparada (de quien ya hemos hablado varias veces en este espacio) y, sobre todo, un poeta (autor de otros poemarios como Animales despiertos o La isla). No me gusta engañar a los lectores. Esta reseña nunca podrá ser objetiva, porque el autor de El sueño de una sombra es mi maestro. Pero, claro (y esta es una de sus enseñanzas), esto no debiera haceros leer con recelo o suspicacia, porque en verdad no existe la mencionada objetividad. Por esta razón, no me asusta ni un ápice perder la poca credibilidad que tengo como “recomendador literario” diciendo que, seguramente, este sea uno de los libros más hermosos que he leído en los últimos meses.
En El sueño de una sombra se entrevé el trabajo sosegado de años, así como la profundidad que otorga una excelente madurez poética. El poemario es un recorrido lírico, que se articula en cuatro partes, un pórtico y un epílogo, y en el que se mantiene un inestable equilibrio entre el existencialismo y el hedonismo. Recuperando lo que decía anteriormente, la poesía de David Pujante en este libro se puede definir como “poesía del atardecer”, en ella el vitalismo es total (carpe diem) pero no se olvida de que la noche está cerca (tempus fugit). En este duelo dialéctico se mueve el poemario, que plantea constantemente una pregunta:
¿O no hay dios ni hay verdad
ni explicación alguna a este estar en el mundo;
y todos nos metemos en la cruel pesadilla
creyéndola un ensueño delicioso
(y que lo es por momentos);
creyendo en el derecho a la felicidad,
a toda plenitud, por un tiempo inconcreto-
se obnubila el cerebro
para pensar que es tiempo sin contornos,
como un tiempo infinito,
y así aplazar la herida
que nos ha de partir el corazón? (“La espera”, III).
Y, en ese ir y venir, entre la melancolía y las ganas de vivir, se pasea el lector. La poesía entonces se convierte en un reflejo fiel del momento, en una construcción del mundo que cohabitamos y que, últimamente, solo observamos a través de filtros. De esta manera, la poesía se despoja de su falso elitismo y se convierte en una especie de respirar estético:
Hacemos la poesía de a diario
-la de la carne o de letra, ¡qué más da!-
para dejar constancia
de todas las perplejidades vivas,
del viaje que nunca soñamos iniciar, y aquí tenemos,
ese viaje tozudo,
que a veces nos levanta y a veces nos derriva,
tregua a tregua,
sin saber si nos lleva a alguna parte (“La poesía de a diario”, III).
Así que, si estáis un poco saturados del ajetreo diario, os recomiendo daros un paseo al atardecer junto a un hombre sabio.
¡La revolución ha comenzado!
Gracias, Víctor. Tiene buena pinta, por tu metáfora tan apetecible en su presentación y por la muestra de esos versos.
Saludos.