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Cuando Homer Simpson leyó ‘La naranja mecánica’

Una pregunta capciosa: ¿Qué tienen en común Homer Simpson, Gregory House, Sheldon Cooper y Adrian Monk?

Parece fácil en principio, puesto que cada uno es el protagonista de una popular serie de televisión. ¿Pero qué más? Monk, House y Sheldon son tres genios en sus respectivos campos y están interpretados por actores de carne y hueso, cosa que no se puede decir del torpe personaje de animación Homer. Aunque Homer, al igual que Monk y House, bautiza la serie con su propio apellido… algo de lo que se escapa Sheldon. ¿Tal vez Sheldon tenga un tono de comedia marcado por los patrones de Homer y Monk? Sí, pero… eso deja fuera de juego a House. ¡Ah, ya está! El médico con más referencias a Sherlock Holmes ha estado, al menos, dos décadas distintas en emisión. Como Los Simpson. Como The Big Bang Theory. Como… Ah, no. Es Monk ahora quien se nos sale del mapa.

Quizá algún avispado ha llegado hasta aquí y, lejos de perderse en el enigma, ha empezado a perfilar una respuesta que más o menos se acerca a la correcta. Nuestros cuatro elementos de hoy tienen evidentes taras en su comportamiento, y estos defectos constituyen, paradójicamente, su mayor encanto como protagonistas. Homer es un padre de familia abnegado y un metepatas incorregible, regido por su codicia y sus impulsos más primarios. Sheldon Cooper, en cambio, viene dibujado como un físico de mente privilegiada intratable en el día a día, por sus extravagancias, caprichos, hipocondrías, fobias y un largo etcétera. House, por su parte, es un médico de olfato sin igual para detectar enfermedades, quien pese a todo no soporta el trato con las personas; mientras que Adrian Monk, a su vez, trabaja como un sagaz investigador para la policía, al tiempo que lidia con su trastorno obsesivo hasta límites irritantes hacia el orden y la pulcritud. Son, en definitiva, antihéroes a voluntad, que no pueden ni quieren cambiar su forma de ser, para deleite del espectador de la pantalla pequeña.

Sin embargo, la respuesta descansa aún más en el fondo. Existe un recurso muy interesante, más o menos socorrido, y bastante común dentro de las series procedimentales, las comedias de situación y las ficciones de animación capitaneadas por personajes tan construidos, tan imperfectos y a la vez tan carismáticos. En al menos un capítulo de la trama, un secundario de su entorno encuentra una «cura» para su mal, que le vuelve más «perfecto», más «tratable» y, lo peor, más anodino. En Los Simpson, una radiografía de la cabeza de Homer revela que, desde pequeño, tiene un lápiz incrustado en el cerebro; gracias a este hallazgo, y tras una operación en la que los cirujanos se lo extirpan, el protagonista se transforma en un tipo astuto y perspicaz. En The Big Bang TheoryAmy Farrah Fowler, lo más parecido a una novia que tiene el quisquilloso Sheldon Cooper, le somete a un tratamiento que consiste en dejar incompletos sencillos procesos cotidianos para curar sus compulsiones. Finalmente, los colegas del autodestructivo doctor House y el psiquiatra que atiende al detective maniático de la limpieza Monk les recetan pastillas que tienen la capacidad de eliminar su dolor… y de neutralizar su personalidad.

Por supuesto, el público puede respirar aliviado. Más pronto o más tarde (normalmente antes de que desfilen los créditos), los personajes vuelven a sus imperfecciones originales, conscientes de que las medicaciones contra su vicio no valen la pena si ello les conlleva negar lo que realmente son. Tras la intervención quirúrgica, Homer se ha convertido en un listillo incómodo para sus amigos y conocidos, acostumbrados a burlarse de empollones y «cerebritos»; por lo que, al carecer de la aceptación entre sus parroquianos, decide reintroducirse el lápiz en el cerebro. Sheldon cede a sus instintos primarios y termina por revertir el experimento de su novia, orquestando de nuevo todos los procesos inconclusos y finalizándolos él mismo. Por último, House y Monk descubren que sin su «problema» también resultan menos brillantes y, dado que suelen anteponer el trabajo a todo lo demás, resuelven volver a ser incómodos parias sociales.

la taronja mecànica
Imagen de Francisca Aleñar

Esta argucia narrativa cristaliza, con toda su fuerza, en la novela de esta semana. La naranja mecánica de Anthony Burgess supone una crítica feroz a todos estos métodos que procuran forzar a un personaje para que evolucione antes de tiempo. En este caso, es el gobierno de un futuro próximo el que funciona como el motor con posibilidades de intervenir, mediante una terapia de aversión, al adolescente Alex; un joven indiscutiblemente violento y peligroso. El centro de reeducación someterá en un despiadado procedimiento al protagonista, con el ánimo de destruir su personalidad y convertirlo en un ciudadano ejemplar, a base de un lavado de cerebro tan radical como moralmente cuestionable.

El Estado lanza así a esta nueva oveja a un mundo de lobos, y se despliegan múltiples e incontables cuestiones a debatir: ¿Puede condicionarse la conducta de un sujeto mediante la brutal alteración de su comportamiento natural? ¿Es la naturaleza del ser humano intrínsecamente buena o mala? ¿El fin perseguido, el bien común, justifica medios tan extremos como la experimentación humana? Más aún, ¿es este objetivo, en sí mismo, defendible?

Fieles a nosotros mismos, en La Milana Bonita somos incapaces de quedarnos con una sola capa, y esta fábula, como pocas, tiene material para estudiarse a niveles psicológicos, sociales, filosóficos, e incluso metatextuales. ¿En qué se diferencia el Gobierno en la novela de Stanley Kubrick y los editores en Estados Unidos que suprimieron el último capítulo, convencidos de que Alex no podía evolucionar por sí mismo, y que forzaron la creación de un personaje nuevo, de personalidad original totalmente anulada?

El próximo domingo 30 de marzo cogeremos esta naranja mecánica a ritmo de los músicos más clásicos, con un toque de lenguaje nadsat y plagada de misantropía, violencia y sexo. Dichos ingredientes se revelan tan incómodos que solamente se ven superados por los hipócritas valores de una sociedad falsa, mezquina y con una bondad solo aparente en su superficie.

Todas estas interpretaciones literarias, y muchas más sorpresas lingüísticas, musicales, históricas, cinematográficas y televisivas tendrán su cabida en el próximo programa de La Milana Bonita. Os esperamos.

¡La Revolución ha comenzado!

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