Quien tenga la oportunidad de pasear estos meses de verano por alguna localidad costera podrá disfrutar del soberbio mundo de los mercadillos playeros. Realmente son lugares fascinantes, una especie de microcosmos paralelo en el que comprar jabones, figuritas (nunca faltan las tortugas bailongas) y, por supuesto, collares, pulseras y pendientes variados (siempre con muchas conchas). También, y espero que sea así durante muchos años, hay intrépidos que apuestan por la literatura y que montan unos singulares puestecillos de libros.
Dar con uno de ellos es una delicia. Su muestra suele ser tan ecléctica que resultaría difícil encontrar una descripción más precisa y detallada de los hábitos de lectura del país. Por un lado, ubicados siempre en un lugar preferente (al fin y al cabo, de algo tienen que comer) están las “Belenes Estébanes” y los “Rubius” de turno. Exitazos asegurados. Por otro lado, están los clásicos en edición barata (parece que este año se lleva mucho los libritos blancos de tapa blanda de Publimexi). Así pues, Verne se ve las caras cada día con Coelho y Hemingway con Joan Brady. ¿Qué se le va a hacer? No es más que otra situación tragicómica provocada por el calor.
Seguro que muchos letraheridos al ver el por encima la muestra sienten el impulso irrefrenable de lanzar una sonrisa entre picarona y condescendiente a la caseta, para luego seguir con su camino. Craso error porque a veces entre la paja se encuentran pequeñas joyitas en ediciones baratísimas, de esas que no importa untar en crema, llenar de arena o, incluso, bañarse con ellas. Este puede ser el caso de la espléndida novela corta de Ernest Hemingway El viejo y el mar. Un título y un autor que esconden tras su portada una tarde de felicidad absoluta, más si se disfruta cerca del agua con el olor a sal, la brisa suave y el ruido de las olas (un poco menos si te tienes que abrir sitio codazos entre sombrillas estampadas y cubos de arena).
Al norteamericano se le puede describir como un escritor directo, de estilo casi periodístico, precursor de una generación más partidaria de la habilidad comunicativa que de la pincelada descriptiva. Pues bien, al menos en esta obra (y por lo que he leído de él, en muchas más) esta no es más que una de las caras de la moneda. Movimiento y quietud, extensión e intensión, son dualidades siempre difíciles de aunar en la escritura, pero que Hemingway domina como pocos. Una buena muestra de estas aptitudes es El viejo y el mar∗, una narración capaz de atrapar y de hipnotizar al lector con la épica lucha de un pescador y “la mar”.

La esencia de Cuba y del Caribe impregna cada palabra de la novela. El léxico preciso muestra la afinidad empática y observadora que tenía Hemingway, quien sin ser natural de la isla fue capaz de captar la esencia vitalista, optimista y sufridora de su gente. Prueba de ello es la batalla entre el pescador y el pez, que está cargada de simbolismo y bien podría describir el sentir y sufrir de toda una nación. El estadounidense escribió la pelea titánica entre estos dos seres que “solo” desean sobrevivir un día más con una increíble precisión y sutileza. Nada sobra en el libro, nada falta.
No se trata de una narración llena de grandes personajes con complejos problemas y múltiples líneas argumentales que deben ser solucionadas. No. Aquí se habla de un humilde pescador, de su barca y de un gran pez que tira del sedal sin parar. Una simplicidad narrativa perfecta en la que se entretejen algunos de los grandes misterios de la existencia. Al fin y al cabo, en El viejo y el mar se aborda la siempre compleja relación del ser humano con la naturaleza.
Por esta razón, aunque el careto de Belén Esteban y de los reyes de turno invitan a pasar de largo estos puestecillos llenos de libros, no viene mal soltar sedal y ver con qué se encuentra uno. La literatura es un inmenso océano, nunca sabes qué puede picar.
∗ Quien haya leído el libro seguramente recuerde la distinción que hace el viejo entre «el mar» y «la mar». Por lo que me pregunto si la traducción del título (The Old Man and the Sea) no es un inmenso error.
Me parece muy interesante el comentario final de a traducción del título, ¡me uno a la iniciativa del cambio de nombre!