«Apenas me muevo, presiono, sient con mis dedos, y
soy feliz,
tocar con mi persona la de otro es casi todo lo más que puedo resistir…»
No son más que unos versos, podrían pensar algunos. Lo son, son versos, es poesía, es el alma desnuda, como diría, más o menos, Juan Ramón Jiménez. Pueden gustar o no, pero no son unos versos cualesquiera. La literatura, la poesía.., la palabra tiene un valor en función de quien la pronuncie, de quien la escriba, y a quienes tienen la gran virtud de llegar a lo más profundo del lector. Quien haya leído a Walt Whitman y no haya sentido esto, no tiene alma.

No soy ningún erudito, no quiero presumir de haber estudiado toda la obra de Whitman. De hecho, lo descubrí hace poco. Por algún motivo siempre me había acercado más a la poesía latinoamericana: Benedetti, Borges… También la española, con Machado, Alberti o Miguel Hernández. Me dejo nombres de ambos continentes, pero más allá de Yeats, he de reconocer que en cuanto a poesía anglosajona, a pesar de haber acudido a ella, nunca he llegado a profundizar.
Quizás mi sangre latina me haya llevado por otros derroteros. Al final uno lee poesía para que le provoque, para que le despierte algo y le haga sentir oxígeno en las neuronas. Para ver las cosas de otro modo; la palabra, también. Y Walt Whitman consigue precisamente eso. La obra que hoy me atañe, y que he «consumido» con voracidad, no es otra que Hojas de Hierba (la original, de 1892). En concreto, la antología bilingüe de Alianza, la cual busca rescatar los poemas de Whitman en su forma más primigenia, a salvo de las reediciones y correcciones que llegaron después.
Los que no conozcan a Whitman quizás solo lo veneren por su nombre. «El mayor poeta norteamericano», dirán muchos. Los que lo conozcan (y entiéndanme cuando uso la palabra ‘conocer’), sabrán que fue un hombre cargado de contradicciones. Al fin y al cabo, esa es la historia eterna de la humanidad. Encumbrado en numerosos clubs literarios (alabanzas de las que disfrutaba) pero, sin embargo, siempre en busca de un amor cercano, de un ser querido. Y con el corazón siempre puesto en los individuos más vulgares en el mejor sentido de la palabra, esto es, más reales. Y es esta contradicción, precisamente, lo que hace especial su poesía. Una obra centrada en el yo y regada por su tiempo, por su circunstancia en palabras de Ortega y Gasset. Esto es lo que le hizo especial.
«Canta solitario una canción,
canción de la garganta que sangra,
canción de la vida que se prolonga en la muerte (lo sé bien,
querido hermano,
pues si no pudieras cantar seguramente morirías).»
Una reinterpretación de la épica tradicional, convertida en verso libre y mundano en el contenido, desprendida de los héroes clásicos y con los pies en la tierra. Un hombre que, además, disfrutaba añadiendo cierto aroma cosmopolita a la lengua, utilizándola como una herramienta versátil y no como un ancla fijo al fondo. Por ello merece la pena, si sois castellanohablantes, que hagáis un esfuerzo por leer la versión original.

Y ahora, de hecho, se reedita Hojas de Hierba, con una recopilación íntegra, bilingüe y acompañada de sus prosas y del diario de guerra que escribió de la mano de la editorial Galaxia Gutenberg. Porque Whitman es de los que tienen cosas que contarnos, tiene la virtud de desnudar nuestro alma, de oxigenar las mentes.