Me despierto tranquilamente como una mañana cualquiera eludiendo mis responsabilidades hasta después del desayuno. Es Jueves Santo, pienso mientras tomo mi café. No me importa lo del Santo, pero sí lo del jueves ya que me toca publicar una nueva entrada en La Milana. Si les soy sincero, hay días que las reseñas salen solas, como el agua fría y límpida de un caño en la alta montaña. Otros, en cambio, uno tiene que mancharse de hollín y barro en la mina. ¡Qué se le va a hacer!, me dije, hoy tocará sufrir un poco.
Sin ninguna idea en la cabeza a la que dar forma y moldear me siento delante del ordenador, abro el procesador de texto y me entretengo tratando de sincronizar mis latidos con el parpadeo de la barra que señala el camino por el que se ha de escribir. Postergo un poco más mi agonía, abro el navegador y empiezo a curiosear los periódicos del día. Se me olvidó comentarles que ya llevo un rato con la radio como banda sonora del despertar, por lo que las principales noticias no me sorprenden. Intento desintoxicarme un poco adentrándome en la peligrosa sección de cultura y por fin aparece ante mí. No es gran cosa, me digo, pero me valdrá como punto de partida.
“Eco pidió en su testamento que no se celebraran homenajes en 10 años”. Así titula El País una interesantísima información en la que se explica que el escritor e intelectual italiano había dejado dicho en su última voluntad que no quería ningún homenaje durante la próxima década. ¿Gesto de prepotencia o de humildad? La verdad, no lo sé, pero desde mi punto de vista es una genialidad. Obligar a la sociedad a un periodo de reflexión de 10 años en una época en la que la velocidad consume a la intelectualidad considero que es una prueba y un reto fascinante. Si lo pensamos bien, lo que Eco solicita es un poco más de perspectiva y un poco menos de hipocresía. Nada de odas jaculatorias ni obituarios laudatorios (al menos no en lo profesional). Lo que ha solicitado es tiempo y sosiego para que su aportación se decante sin interferencias.
¿Quién la tiene más…?
Esta noticia me ha llevado a reflexionar sobre una de las polémicas más intensas de las últimas semanas en el mundo de la literatura española: el IV Centenario de la Muerte de Cervantes. Como todos ya conocéis, en este tipo de cosas Cervantes está condenado a ir de la mano de Shakespeare y ya se sabe lo que esto supone (las comparaciones son odiosas). No se preocupen, no pienso caer en el pozo de la locura de intentar discernir qué escritor es más valioso, ya que ni el bálsamo de Fierabrás podría reponerme de la caída. Cuando digo que las comparaciones son odiosas me refiero a algo mucho más baladí: a los actos de homenaje.
Muchos cervantistas y no cervantistas patrios han puesto el grito en el cielo porque consideran que las conmemoraciones al manco de Lepanto no son suficientes. Perdón, rectifico, lo que han criticado en verdad es que los ingleses la tienen más gor.., ya que su homenaje al bardo es mejor y está dotado con una subvención mayor. Y claro, ¡pardiez!, eso no lo podemos permitir.
Aunque a mí, personalmente, siempre me resulta atractiva la idea de batirme en duelo con un británico, en este caso considero que la crítica es una soberana estupidez. No me malinterpreten, yo también opino que los actos del IV Centenario están siendo una ridícula improvisación y que el Ministerio de Cultura, la Real Academia y el Instituto Cervantes no han estado a la altura. Lo que, desde mi punto de vista, es una tontería es la conmemoración en sí. Si realmente, como todos los indicios señalan, Cervantes está desapareciendo de nuestra conciencia colectiva, el conflicto es otro. Los británicos tienen vivo a Shakespeare por muchas razones (adaptaciones en la gran pantalla, mini series, congresos, representaciones teatrales, cátedras…), mientras que España no se ha conseguido impulsar una buena versión de El Quijote en el cine o un malo biopic de la vida del manco. Shakespeare es como la plastilina (moldeable y atractivo), mientras que Cervantes ha sido momificado y monumentalizado.
Los actos del IV Centenario vuelven sobre esta misma política de mitificación del escritor y de su obra. Un error. Menos mal que compañías como Ron Lalá está de gira con la Cervantina y que Trapiello se ha atrevido con una “traducción” de la obra canónica por excelencia. Algunos dirán: ¡pero eso no es Cervantes! Puede que tengan razón, pero es que yo soy iconoclasta. ¡Qué le voy a hacer!
¡Qué buena reflexión! y ¡por favor, no dejemos que desaparezca Cervantes!
Savater dedica el primer capítulo de su último libro a Shakespeare, por lo que lo tengo más en mi espíritu. Ademas empieza el libro con unos besos de Leonard Cohen… Dice que Shakespeare es como un ancla o percha donde se fijan las almas. Precioso.