Si uno es aficionado a ese maravilloso deporte llamado rugby, como espectador sabrá que durante los 80 minutos que dura un partido se produce una especie de abstracción de la realidad. La mente viaja a otro lugar en el que solo existen el césped, el óvalo y los dos “quinces”; además, claro, de ese inseparable vaso de cerveza. Hay algo en ese deporte que te impide atender a las distracciones, y convierte a los jugadores/as en los únicos protagonistas de ese viaje imaginario. Y todos ellos son partes imprescindibles de un engranaje que debe superar las defensas rivales para alcanzar la línea de ensayo. Sobre el terreno de juego, solo tus habilidades físicas y mentales son la clave para desequilibrar la balanza a tu favor, pues se parte de una situación de igualdad total (excepto si juegas contra los All Blacks). La historia, sin embargo, es muy diferente en la Gran Bretaña de los años 60, en las que la sociedad, al menos si atendemos a lo que ocurría fuera del campo, seguía siendo cruel con los de siempre.

El ingenuo salvaje, de David Storey (Wakefield, Yorkshire, 1933-Londres, 2017), es un perfecto retrato de esa sociedad británica que aún trataba de encontrar el rumbo en plena efervescencia de valores, superada aparentemente la austeridad post-Segunda Guerra Mundial. En la novela, publicada originalmente en 1960 y rescatada ahora por la editorial Impedimenta (con una magnífica traducción de Consuelo Rubio), Storey consigue esbozar su propia visión a través del personaje de Arthur Machin, un hijo de ferroviario que busca labrarse su propio futuro a través del rugby, deporte en el que no tarda en destacar. Como Machin, Storey, hijo de minero, consiguió estudiar y formarse en el Slade School of Fine Art gracias al sueldo que ganaba como profesional del mismo deporte.
Así, conocemos a Arthur desde sus primeras pruebas con el club de su localidad hasta que es fichado por el primer equipo y se convierte en profesional. Pronto comenzará a destacar y a acariciar ese éxito que tanto había ansiado. Una nueva vida que le permitirá forjar ese futuro alejado de la, según él, triste y limitada vida de sus padres, capaz de comprar todo lo que se le antoja y disfrutar de esa fama que tanto le ha costado conseguir. Hasta que su deslumbrante camino se cruza con el de la señora Hammond, viuda de un trabajador de su misma fábrica que perdió la vida en un accidente. Dispuesto a no gastarse demasiado dinero en una casa, decide vivir de alquiler en la de ella, pero ese cruce de vidas provocará una explosión en las aspiraciones del protagonista. Resulta que, al parecer, no puede conseguir todo lo que se propone.

A través del relato el autor enfrenta al lector al lado más cruel y frío de la realidad. Mientras encumbra a su protagonista de galones y caprichos, nos muestra a través de lo que cuenta y, especialmente, de lo que no cuenta, que la vida es mucho más que los halagos de este o aquel o que la fama forjada en el terreno de juego. Lo más curioso de la novela es que, pese a estar retratando una época, no acude a sesudas descripciones o continuas referencias.
Quizás por su alma de dramaturgo, el autor compone la novela de escenas más cercanas al costumbrismo, pero un costumbrismo austero, con diálogos sencillos pero cargados de emoción y sentido. Los puntos clave de la novela, aquellos sobre los que pilota toda la trama, son los diálogos entre la señora Hammond y el propio Arthur, momentos en los que Storey enfrenta dos formas muy distintas de entender la vida.
No se debe olvidar que los 60 fueron los años en los que se popularizó la expresión “irse de tiendas”, los años en los que la moda se apoderó de Inglaterra y tus posesiones comenzaban a definirte como individuo. Una sociedad en la que tener un Jaguar te hacía ser alguien (¿les suena?), y en la que el personaje de la señora Hammond se alza como el único asidero a la realidad, un ancla que es incapaz de echar para no dejarse llevar por ese torrente de fama y dinero en el que le envuelven las victorias deportivas.
Resulta brillante como el autor, a pesar de ese estilo austero antes mencionado, construye las escenas de una manera casi plástica, de forma que consigues sentir ese césped del campo, el sudor de los partidos, la sangre que brota de las narices al romperse, la dureza del juego y de la época. ¿Te convierte en alguien copar las portadas de los periódicos, o solo eres un peón en un juego de burgueses? La desubicación constante del protagonista, incapaz de entender quiénes son sus amigos y quiénes sus enemigos, borracho de éxito y a su vez tan solo, es el gran trasfondo de la historia.
Esa es la verdadera lucha, el verdadero partido que juega nuestro protagonista, un hijo de ferroviario que descubrirá que, aunque digan que la sociedad avanza, se moderniza y se adorna, siempre suele dejar atrás a los mismos. Una lección que con su propia tragedia tratará de explicarle una señora Hammond que permite al autor esbozar la pura crueldad de una vida que parece empeñada en cebarse con algunos.
Así, como si de un partido de rugby se tratase, la lectura de El ingenuo salvaje es una abstracción de la realidad, un viaje a otro lugar y a otra época a sabiendas de que el relato parece repetirse de nuevo. En el documental ‘El espíritu del 45’ de Ken Loach, un exminero explica que “al final el sueño se cumplirá y tomaremos el control de nuestras vidas”. Esa es la gran odisea de Arthur Machin y la de todos. Al final, siempre se trata de eso.