Metro de París. 6.27 de la mañana. Un hombre de mediana edad se sienta en uno de los asientos de plástico y saca tres cuartillas de papel. Parecen hojas huérfanas de lo que antaño fue un libro. El sujeto se aclara la voz con un leve carraspeo y empieza a leer en voz alta. Parece que a nadie le sorprende esta actitud. Es más, si uno se gira puede percibir que el vagón está repleto de acólitos que siguen extasiados el brotar de palabras que salen de su boca. ¿Quién es este lector del tren de las 6.27? Pues se llama Guibrando Viñol y es la fantástica creación literaria de Jean-Paul Didierlaurent.
¿Una distopía rosa?
Las primeras páginas y la sinopsis de la contraportada ponen en guardia a los lectores amantes del género distópico. El protagonista trabaja en una extraña planta de reciclaje y es el encargado de hacer funcionar la abominable «cosa», una máquina de proporciones gigantescas que hace papilla las toneladas de libros que vierten los trabajadores en sus fauces. Así pues, la hipótesis de partida es realmente atractiva. Recuerda en muchos sentidos a Fahrenheit 451, pero con ciertos matices que podrían haber sido explotados de manera brillante por el autor. Sin embargo, Jean-Paul deja a un lado la crítica subversiva a la sociedad y al negocio editorial para centrarse en ese peón de obra que odia su trabajo, Guibrando Viñol.
Aunque él no lo sepa, Viñol es un disidente del sistema. Odia su trabajo, no tiene pareja y su única compañía es un pez rojo. Su figura articula toda la novela en dos partes. La primera, brillante en muchos sentidos, nos narra su penosa vida y las andanzas de las personas que le rodean. Su sentido vital reposa en rescatar unas cuantas hojas de las entrañas de la trituradora y leerlas todos los días en el tren de las 6.27 de la mañana. Todo lo demás carece de sentido. De esta parte se pueden rescatar los momentos más divertidos de la novela. Yo, personalmente, me quedo con su amigo el guarda de seguridad Yvon Grimbert, quien solo habla en alejandrinos, y con las sesiones de lectura en el asilo de Las Glicinas.

Los problemas, desde mi punto de vista, residen en la segunda parte, en la que Didierlaurent se centra en una manida historia de amor: un pincho USB abandonado repleto de textos, una mujer sin rostro de la que se enamora locamente el protagonista y una búsqueda apasionada por toda la ciudad. Con todo, el escritor salva mucho esta parte de la trama al incluir ciertos elementos muy originales. Por ejemplo, la mujer que busca Viñol trabaja en unos aseos públicos (al menos no es una princesa o una antigua amiga de la infancia).
Una novela sin pretensiones
En definitiva, El lector del tren de la 6.27 es un libro atípico y quizás por eso, por ser tan diferente, ha sido bien recibido tanto por la crítica como por el público no especializado. Se trata de una novela breve, muy sencilla de leer, que no resulta pretenciosa en ningún momento y eso la hace muy agradable. Que nadie se piense que su lectura cambiará su forma de entender el mundo, porque si lo hace se sentirá completamente defraudado. Esta primera novela de Didierlaurent seguramente no pasé a los manuales de historia de la literatura, pero es que tampoco lo pretende. Consciente de sus limitaciones, el francés ofrece un producto cuidado, pulcro, entretenido y, por momentos, muy divertido. No engaña a nadie. Es lo que se lee.
Don Víctor, entonces, puedo entender que le ha gustado y la recomienda?? No me quedó claro. Merece la pena y el rato leerla?
Merece la pena, sí. Es un libro que pasará a la historia, no creo. Con todo, es una interesante propuesta y muy divertida.